Un día en la vida de los incendiados de La Boca

Bajo fuego enemigo

Esta crónica fue publicada en Socompa al mes del incendio en Zanchetti, una fábrica abandonada de La Boca donde murieron cuatro personas. Muchas de las cincuenta y siete familias que la habitaban aun permanecen acampadas en la calle a la espera de que la Justicia levante una clausura que huele a oportunidad de negocios. Quiénes son los incendiados, cuál es la historia de esa gente que la industria de medios y el Estado barre bajo la alfombra.






Daniel está sentado delante de la carpa donde pasa la noche de espaldas a una fábrica abandonada que hasta ayer fue su casa. Mira de reojo los naipes que cubre con unos dedos renegridos. Levanta la vista y canta. La mesa en la que golpea el puño para decir quiero es una puerta de madera astillada que rescató de la calle.



Daniel sonríe.

René es el hermano que anota los porotos y Romina la hija que revuelve el arroz frío servido en una bandeja plástica. Eso es lo que a Daniel le queda de la familia. En un soplo de fuego se quedó sin Nelly, la esposa; sin Daniela, la hija; sin la nieta de quince meses, Zoe; y sin Jesús, el yerno.

Lo miro otra vez y veo lo mismo.

La sonrisa de Daniel es franca. Le achina los ojos y a cada lado marca las arrugas como un delta que desemboca en la sien. Del pelo negro y duro sale un mechón blanco que cae sobre la frente.

Él siempre lo había dicho. Lo primero es la vida. “Si pasa algo olvídense de todo y escapen”, fueron las palabras de Daniel.

¿Qué pasó entonces? Pasó que el fuego los agarró durmiendo.

A Nelly, Daniela, Zoe y Jesús los encontraron muertos y abrazados junto a un ventiluz con rejas del primer piso.

Y Daniel sonríe, juega al truco y sonríe. ¿Cómo es eso posible?








***

A las cuatro de la madrugada Roko bocetaba ideas para los tatuajes de los clientes: un corazón eternizaba el amor a Pablo; otro corazón envolvía la A de anarquía y un trapo en llamas flameaba en el pico de una molotov.

Escuchó gritos:

“Van a ver, ortivas, los voy a matar…”

“No pasa nada”, pensó Roko.

Así es la noche en Zanchetti, la fábrica de ropa de trabajo abandonada en los noventa que en el Siglo XXI se convirtió en casa de cincuenta y siete familias.

A las seis Roko se acostó.

Estaba medio dormido, bueno, como se duerme acá. Con un ojo abierto y el otro cerrado y fue todo muy rápido…

Otra vez escuchó gritos, pero no eran de furia sino desesperados:

“Fuego, vecinos, fuego.”

Se tiró de la cama y buscó la linterna y con la cara cubierta por un pañuelo húmedo salió al pasillo cubierto de humo. Caminó ciego.

De pronto lo vi. El fuego salía justo al lado de donde vivían el Yhoni y la Romi.

Buscó baldes y desde el patio interior tiró agua por un ventiluz del primer piso.

A la media hora o tal vez a los cuarenta y cinco minutos llegó una autobomba. La cisterna no tenía presión de agua. En la vereda los bomberos no encontraban las bocas de incendio. Los vecinos, en ropa de dormir, miraban desde la calle.

Roko tomaba lista.

“Falta gente ―repetía―. Acá falta gente.”

Faltaban Nelly, Daniela, Zoe y Jesús.

Los bomberos decían que se habían ido de vacaciones. Cuando volví de la comisaría me enteré de que los cuatro habían muerto.

“Eran vecinos de la vida”, dijo Roko. Buena gente, muy trabajadora.

Por el ventiluz de la pieza de ellos era por donde yo tiraba agua sin saber que estaban allí dentro. Me lloré la vida…

Al rato llegaron las camionetas amarillas del programa Buenos Aires Presente.

El personal del gobierno de la Ciudad esa mañana no llevó alimentos, ni medicinas, ni abrigo. Ninguno de ellos era capaz de dar contención a quien había perdido la casa.

Caminaron hacia la gente con formularios en la mano y los abordaron de a uno, individualmente. Y a cada uno le indicaron dónde firmar. “Acá”, dijeron con el dedo sobre la línea de puntos.

Con su firma, si la hubieran hecho, aceptaban el desalojo.

Los vecinos me preguntaban qué hacer a mí.

Y Roko entró a la fábrica y caminó hasta la pieza y agarró la carpa y la armó en la calle.

“Yo me quedo”, dijo y se quedó.








***

En la esquina de Pedro de Mendoza y Brin, a media cuadra de la fábrica incendiada, hay un paredón alto y grafiteado con portón de acero. Del otro lado la cumbia suena potente.

¿Cómo andás, ñeri? ―grita Romi al verme llegar.

En lo que fue tierra árida Yhoni construye una plaza para que jueguen los chicos.

Romi y Yhoni son pareja. Se conocieron en Zanchetti y allí vivieron la mitad de la vida. Iara y Aarón son sus hijos. Hace tres años se mudaron a un departamento propio construido por ellos.

El día que los conocí eran okupas. Vivían en una pieza armada con objetos rescatados de la calle. Todo precario. Les pregunté qué esperaban de la vida y la respuesta de Yhoni no parecía encajar en lo que se supone es prioritario para vivir:

Una ventana ―dijo él.

Desde ese momento quise saber quiénes eran ellos. Cómo habían llegado a Zanchetti y dónde hallaron la fuerza para salir de ese pozo. Ahora son mis amigos y lo digo de entrada porque siento su amistad con orgullo.

Yhoni busca un pedazo de hierro para sostener el cerco de la plaza que armó con pallets rescatados de un frigorífico. Cortó la madera en tablas de medio metro y las pintó de lila, amarillo, crema y celeste. El tobogán, la hamaca y el pasto fueron comprados.

Iara y Aarón nacieron en la oscuridad. Ahora se tiran sobre la lona que cubre el pasto recién plantado y hacen caritas para la foto. El sol los baña.

Algún día Yhoni será enfermero. Estudia para eso y trabaja de mozo en un bar de Caminito. Conoció Zanchetti a fines de los noventa por el faso.

En esa época si te veían fumando en la calle te señalaban con el dedo, era otra cosa. Entonces tenías que esconderte y nosotros nos encanutábamos allí.

Tenía quince años.

Cuando entró por primera vez vio una fábrica; con las máquinas impecables, con los rollos de hilo que colgaban del techo, con las guillotinas que cortaban los bultos de tela. La cadena de producción intacta: hilo, tela, prenda terminada. Ropa de trabajo, uniformes para las fuerzas de seguridad. La industria argentina le compraba a la industria argentina. El Estado Nacional consumía productos nacionales. Otro mundo.

En Zanchetti encontró tres uruguayos y los evoca como nombres de una leyenda:

Allí conocí al Araña, marido de la Lidia. El finado Araña. También conocí al viejo Conde y a Montiel…

Araña tocaba los tambores y fue el primero en hacer de la fábrica abandonada una casa.

Le contamos que cruzábamos de la Isla y veníamos de faso nomas. Le gustó el lugar y se puso a limpiarlo. Después trajo a la familia.

Al tiempo cayó una negra uruguaya que bailaba en Canal 2 y en el patio de Zanchetti ensayaba coreografías con las compañeras. Los uruguayos pelaban los tambores y les tocaban candombe.

¿Sabés cómo estábamos nosotros? Así, con la boca abierta hechos unos señoritos franceses de camisa y bermudita mirando a esas minas impresionantes. Después las veíamos por televisión.
Un día llegaron los tranzas.

Nos piden permiso y entran. Se ponen a charlar de boludeces y al final nos regalan una bolsa de base. Nosotros éramos re pibitos, no conocíamos nada.

La bolsa, en plata de hoy, no bajaba de los trescientos pesos. Todos los días una bolsa de regalo durante meses. “El primero te lo regalo…

Nosotros decíamos: “Ya está…, si no pasa nada.”

Rodó el dato de que en Zanchetti había base y empezó a caer gente fina y poderosa. Jueces, abogados, personal de las fuerzas de seguridad.

A uno del Servicio Penitenciario lo dejamos desmayado y en calzoncillos en la puerta de los bomberos. Nosotros encapuchados. Golpeamos y dijimos: “Este penitenciario fue a buscar base a Zanchetti”. Al rato paró un patrullero con el megáfono. “Por favor, lo único que quiere es la ropa para irse a la casa”. “Que la venga a buscar”, contestamos. Se la prendimos fuego y quedó ardiendo en medio de la calle…








***



La hilera de carpas ocupa la cuadra de Pedro de Mendoza desde Necochea hasta Brin. Apoyan sobre pallets y las cubren lonas donadas por vecinos y organizaciones del barrio.

La carpa de Daniel es la primera. En un tacho oxidado prepara el fuego y con un hierro acomoda las brazas como si quisiera encauzar el movimiento de las llamas.

“Trato de achicar las horas”, dice Daniel.

Lleva un mes en la calle y no sabe qué hacer con el tiempo.

Lo que a mí me pone mal es cuando veo alguna foto….

Por su cabeza deben cruzar preguntas imposibles.

El día del incendio se fue a trabajar a las cuatro y media de la mañana y por eso está vivo. ¿Qué podría haber sucedido si ese día tenía franco? ¿Hubiera muerto él también? ¿Habría escuchado los gritos de alerta y salvado a su familia?

Se cruzó con la suerte o lo arrastró la desgracia. O ambas.

Daniel fija la mirada perdida en las brasas rojas del fondo del tacho y no quiero imaginar qué estará pensando.








***

Apoyado en el caballete de la tabla que Roko usa como mesa veo un caño de aluminio de dos metros de largo doblado en ese. Al medio tiene una envoltura de cinta roja y alambre y en los extremos un trapo desflecado.

―¿Qué es eso? ―pregunto.

Roko levanta el caño en el aire de un manotazo y semblantea. Lo mantiene en equilibrio y calcula el peso.

No sirve, es muy liviano ―dice después―. Ahora vas a ver lo que es bueno.

Roko es malabarista.

El caño doblado es un prototipo de clava que dejó un amigo para que lo pruebe.

Se mete en la carpa y sale con dos fierros plateados con un extremo pintado de negro.

En estas clavas ―apoya los fierros a la altura del corazón― se va mi vida…

A las clavas las llama juguetes.

Abre las piernas como un arquero que espera el penal y con las clavas señala un punto en el asfalto. Las pasa entre las piernas, sobrevuelan la cabeza, gira la mano con la elasticidad de un resorte. Camina de costado y las agita como un director de orquesta desenfrenado. Esquiva pallets y cajones de verdura y al perro que duerme sobre un puf. Se va, vuelve. Agarra las clavas con la mano derecha y lleva la izquierda a la espalda e inclina la cabeza. Se queda en suspensión un instante y al toque sonríe a un público de acampados sin techo.

Tenés que verme de noche en el semáforo con las clavas en llamas…

A los nueve años vio un ensayo de la murga Los navegantes del sur. Dos chicas que recuerda medio hipponas hacían los malabares.

Encendieron el fuego. Chick, track y así quedé shockeado para toda la vida.

La carpa y las clavas fue lo primero que rescató de su pieza el día del incendio. Son su fuente de trabajo junto con la artesanía, los tatuajes, la repostería y la costura.

Si me quedo sin plata voy al semáforo y hago una moneda. Es como mi documento, como el celular. Donde voy las llevo. Las clavas soy yo, las tengo incorporadas a mí ser.

Los mejores semáforos están en las salidas de Puerto Madero: Garay y Paseo Colón y Córdoba y Alem.

Durante el minuto treinta de show puede ocurrir cualquiera. Que lo ignoren, lo puteen, le tiren una moneda o lo contraten para una fiesta privada.

Uno asoma por la ventanilla y me dice que me quiere contratar. Le paso el número y arreglo. Listo. Los taxistas también me dan monedas, y eso que ellos son laburantes como yo. Alguno me grita: “Bien ahí el fuego”, y capaz me da un billete. A veces me emociona tanto lo que me dice la gente que hasta me olvido de pasar la visera.

―¿Cómo aprendiste?

Mirando.

―¿A quién?

A la gente en la calle.

―¿Cómo te abstraes del mundo en una esquina?

Sólo pienso en el fuego. Lo escucho y lo siento. El tránsito, las bocinas, todo eso desaparece. El fuego es todo. Podes manipularlo, aunque ahora sé que a veces se va de las manos. Lo viví acá el día del incendio. No lo pude manipular y eso me generó mucha impotencia, demasiada. Era otro fuego…







***

El edificio de Zanchetti se encuentra judicialmente clausurado por “riesgo de derrumbe”. El dictamen pertenece a una arquitecta del gobierno de la Ciudad elaborado sin pericias desde el pasillo de entrada.

El incendio no afectó al edificio, sino a un sector reducido y de fácil identificación: la pieza de Daniel. El resto se encuentra en las mismas condiciones en las que vivían las cincuenta y siete familias un minuto antes del fuego.

La clausura es lo que impide a la gente volver a su casa.

En Zanchetti vivían separados por maderas y cartones. En la calle sienten que habitan la misma pieza. Comparten desayuno, almuerzo, frío, bronca.

“Del ‘hola y chau’ y pasamos a conocernos de toda la vida.”

Milena prepara un guiso carrero. En una olla inmensa de las que se usan en los piquetes vuelca donaciones de vecinos: zapallo, zapallito, zanahoria, tomate, pollo y arroz. Hasta la olla es una donación.

Lleva veintiséis años en Zanchetti. Llegó del Barrio Chino donde otro incendio la dejó en la calle. Es una mujer grandota y robusta que usa el cucharón como atributo de poder; como otros portan el sable corvo para dormir la siesta ella lo usa para repartir en partes iguales lo que hay en la olla.

¿Le echo más arroz? ―pregunta el vecino.

Milena ignora cuántos kilos de comida prepara, pero sabe que de ese guiso comerán todos. Mete el cucharón en la olla y calcula. Lo ve demasiado líquido.

Echá nomas.

El acampe es un trabajo. Hay que buscar los pallets para el fuego a un frigorífico que los junta para ellos: cuatro carros al día; hay que procurar verdura para comer algo fresco, agua, cubiertos descartables, gestiones con los jueces, protegerse de la prensa y esperar que se desocupe el único baño químico donado por un sindicato.

La Mole es un perro inmenso que duerme todo el día. En La Boca cada conventillo tiene su banda de perros y así se los identifica: la banda de la Elena, la banda del Pescadito.

Hago una foto de La Mole y se la muestro al dueño:

Ahora sáquele una a la doctora, a la doctora.

―¿Doctora en medicina o en leyes?

En administración de empresas, mirá que belleza.

La doctora ríe. La madre apunta:

Sacále para que no digan que acá viven delincuentes y toda esa vaina…

Bajo el puente estacionan los móviles de Buenos Aires Presente. Las dos funcionarias que se ven en el interior aprovechan el solcito de la tarde para la siesta. Reparten botellas chicas de agua y una vianda: tres días al hilo de polenta y cuatro de arroz y polenta otra vez. El día de más frío había una camioneta llena de frazadas. Faltó una firma y no repartieron ninguna. Funcionarios sin autoridad siquiera para entregar una frazada.

Los empleados del gobierno de la Ciudad nos piden cosas a nosotros. Termo, equipo de mate, agua. Yo les doy, pero les tiro una ironía: “Tomá, la que entregaste vos…”

La policía llegó con la lluvia. Bajaron del colectivo y armaron una barricada y allí quedaron.

La consigna policial debería estar custodiando la zona que se incendió y no impidiendo el ingreso al resto del edificio que no sufrió daños, pero la verdad es que esperan que nos cansemos y nos vayamos.







***


En Zanchetti lo que más se valora es el respeto.

Para sobrevivir en un lugar donde las reglas no están escritas hay que ser respetado.

Lo sé porque me lo dijo Yhoni.

Roko se aguantó muchas cosas y yo me sumo y te lo digo así, Dani, no llegamos a lastimarlo porque nos dimos cuenta de que él era verdadero. Él decidió ser como es desde chico, y para ser quien es viviendo en un lugar como Zanchetti tuvo que tener mucho huevo.

Al principio Yhoni ni lo saludaba. “¿Y este quién es?, se preguntaba cuando lo veía salir por el pasillo con los pelos de colores, maquillado y con pollera, con argollas bien de mujer en las orejas, con apenas quince años.

En un mundo re loco donde le pudo haber pasado cualquier cosa él se respetó a sí mismo. Esa es la verdad de Roko y por eso es mi amigo.








***


Roko la conoció jugando a la escondida cuando Romi se vestía como un pibe.

“Eh, amigo, ¿cómo te llamás?”, preguntó Roko. “¿Qué te pasa?, amiga soy”, contestó ella.

Romi había armado un personaje en defensa propia.

Lo hacía para sobrevivir. En la calle hay mucha gente pito duro, mucha maldad, mucho pervertido.

Después llegaron los tranzas y Romi cayó en la trampa. Con Yhoni preso dormía sola en el patio y comía lo que Roko le pasaba.

―¿Cómo era Yhoni cuando lo conociste?

Pibe de barrio, el típico cumbiero de jogging, camiseta de futbol y alta llanta. Siempre igual, pero con flequillo y raya al medio tipo librito en la cabeza.

Roko es el padrino de Iara y Aarón.

El día del incendio cuando me vieron en la calle vinieron corriendo a abrazarme. Son maravillosos…
“Romi y Yhoni son mis compadres”, dijo Roko, y eso para el diccionario de la Real Academia significa protector.







***
En Rosario de Lema, provincia de Salta, Daniel trabajaba como peón de los tabacales.
“De joven me tuve que venir por la necesidad.”
El trabajo en esos campos es temporario. Seis meses con una cosecha récord; lo habitual es cuatro y lo que se gana hay que dividirlo por doce.
De los almácigos se encargan los patrones y sólo contratan gente cuando se trasplanta a un potrero. Es fácil de sembrar, se cría muy rápido. Y así como se cría también se elabora muy rápido.
Nobleza y Massalín compran el tabaco seco, lo someten a una química inmunda y con ello arman un producto que envuelto en papel de alta combustión llaman cigarrillo.
Daniel no fuma.
Le muestro la bolsa de tabaco, filtros, papel y maquinita de armar.
Queda fascinado.
Mientras armo un cigarrillo Romina observa con interés de fumadora.
Se lo entrego y no lo enciende. Queda en la mesa y sonríe. René también sonríe. Lo miran a Daniel y ninguno dice nada.
Cuando la vea con un cigarrillo ―dice Daniel―, ya voy a saber por quién fue…
Romina nunca había fumado delante del padre, eso es lo que pasa.
―¿Cuánto gana un peón de tabaco?
Y no lo sé, cuando voy para allá y estoy con un amigo nunca pregunto cuánto cobra. Pero sé que si ganó mil pesos, un suponer, lo tiene que estirar.
Estirar lo cobrado significa prohibirse todo aquello que no sea alimento.
Con lo que se gana no te podes dar los gustos. No es como acá que muchos van al cine, al teatro, al baile, allá todo eso está prohibido. Por ahí, cada tanto, te das el gustito de compartir un asado el domingo. Con la familia, obviamente.
Recuerda el pago rodeado de cerros, con ríos de deshielo, con un pedazo de tierra para la huerta y las gallinas; con una casa hecha a pulmón y con luz de mecherito.
Cuando estaba en el campo vivía en el conventillo de los patrones. Eran piecitas de tres por tres pegada una al lado de la otra.
Nelly también era salteña. Fue ella la que descubrió Zanchetti.
Nosotros compramos la piecita, imagínese los años que pasaron que pagamos ciento cincuenta pesos.
Daniel quiere volver a la piecita. A levantarse temprano, al trabajo.
Tengo que empezar de vuelta. Sé que va a ser difícil, pero lo tengo que hacer. Yo quiero volver a mi vida de antes, lástima que cuando vuelva no voy a tener a mi gente…





***
Sucedió cuando Iara cumplió un año. Esa noche Yhoni no durmió.
“Estaba pasado de adrenalina.”
Iara escucha a su padre desde la hamaca. “Mi umpleaño”, repite.
Al departamento que Yhoni y Romi habían construido junto a la cooperativa de viviendas de la organización Los Pibes, le faltaban los detalles para quedar terminado ―pintura, conexiones de luz―, y no tenía un solo mueble.
“Mañana es el cumpleaños de mi hija. Qué hago, ¿me voy o me quedo?”
La cabeza de Yhoni era un hervidero por donde pasaban las peores pesadillas: que el departamento se incendiaba, que se lo tomaban, que nunca podría mudarse.
Como un autómata empezó a juntar objetos al azar. Platos, cubiertos, ropa, artefactos.
Eran las seis de la mañana y yo no caía. Salí, desperté un par de vecinos y les dije: “Compro la gaseosa y el fasito, ayúdenme”. Cuando empezamos era de noche. Y lo hicimos.
Yhoni lo hizo.
Con la mudanza cambié mi vida. Pero no es que la mudanza me cambió la vida, porque uno puede vivir en cualquier lado, la decisión de cómo uno quiere vivir es el cambio. Desde que vine acá no hice nada. Colgué los guantes en todos los sentidos. Decidí cambiar. Tenía que cambiar por mi familia y por mí. Estaba obligado. Pensaba en Romi. Me pasaba algo a mí y la dejaba sola. Cuando dejé de fumar esa gilada de la pasta base y salí de estar en cana me di cuenta de que los amigos que quedamos vivos nos contamos con los dedos. Amigos que han dejado hijos sin padre. Yo no tuve padre y sé lo que es eso. Entonces dije que antes de dejar al Aarón y a la Iara sin papá, tenía que cambiar





***

Para el Estado no acampan delante de su casa sino en la continuación de Puerto Madero, el barrio más coolde Buenos Aires. Al menos esa es la caracterización que Diego Santilli, vice jefe de Gobierno de la ciudad, hizo de La Boca durante la reunión que en mayo pasado mantuvo en el Club Bohemios con vecinos del barrio.

En Puerto Madero no hay lugar para los pobres. Por lo tanto: o La Boca no es Puerto Madero o para convertirla en Puerto Madero de La Boca sacarán a los pobres.

Eso que parece absurdo, sucede ahora.

El plan del gobierno de la Ciudad para un barrio con cuatrocientos conventillos, un promedio de dos familias desalojadas cada veinticuatro horas y un índice oficial de doscientos incendios al año, cuanto menos se ve desenfocado.

Con solo caminar por el barrio, particularmente en las zonas de la Vuelta de Rocha, Caminito y el llamado Paseo de la Ribera, se percibe que la inversión del Estado en el barrio es estética. A saber: renovación de veredas; iluminación en la vía pública; intervención de fachadas con atractivo turístico; ensanche de vereda en el corredor gastronómico que conduce a la Bombonera; forestación (diez jacarandás, veinticuatro ciruelos, diez fresnos); metrobus; y bicisenda, mucha bicisenda.

La información oficial fundamenta las obras en “la intención de regenerar el barrio y volverlo ‘caminable’ entre los iconos de la zona como la cancha de Boca, Caminito, la Usina del Arte, PROA, el Teatro de la Ribera y el Transbordador.”

Queen Caminito es un proyecto inmobiliario a entregar en seis meses ubicado entre la Bombonera y Caminito. La cochera cuesta veinte mil dólares. El metro cuadrado de la suite se charla personalmente. El marketing parece hackeado del correo de prensa de la Ciudad: “¿Soñaste alguna vez caminar sólo doscientos metros desde tu suite hasta la Bombonera? ¿O recorrer una muestra de arte contemporáneo en Fundación PROA? ¿O escuchar un concierto en la Usina del Arte?”

Martina Noailles es editora de Sur Capitalino, un periódico que refleja la tendencia incendiaria del barrio. Entrevistada por el portal La Retaguardia señaló que “los lugares que se incendian están en el corredor que quiere convertir a La Boca en la continuidad de Puerto Madero. Los últimos incendios fueron en cinco cuadras alrededor de la Usina del Arte y Pedro de Mendoza.”

El negocio se llama gentrificación, “proceso mediante el cual la población original de un barrio, generalmente céntrico y popular, es progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor.”

La gentrificación es un fenómeno mundial, pero en la ciudad de Buenos Aires halló en el fuego un aliado a cargo del trabajo sucio. Esa es la novedad.

En la zona más turística de la ciudad, donde buena parte de las viviendas fueron construidas con materiales altamente sensibles al fuego y donde el Estado se desentiende de sus víctimas, diría un bróker que para ver el negocio no hay que subirse al andamio.








***


El incendio en Zanchetti tuvo un detonante: la pasta base metida en el cuerpo de Nancy y Miguel, una pareja veinteañera con la marca de la marginalidad de nacimiento. Pelearon por el último flashazo hasta que Miguel cumplió la amenaza y encendió el colchón.

Dos semanas antes del incendio Roko y otros vecinos se reunieron con el comisario de la 24° y se lo dijeron claramente así:

No queremos tranzas. Le dijimos quiénes son y dónde venden. Se quemó nuestra casa y la policía todavía no hizo nada. Capaz que vas en cana por un porro y a los tranzas de la base nunca los tocan.

Daniel lo conoce a Miguel desde hace años. De Nancy sabe que tiene dos hijos.

El pibe puede ser una persona drogadicta pero no es un pibe malo.

Les prestaba plata y a veces cocinaba para ellos.

Me daba pena que las criaturas pasaran hambre. No te digo que les hice un asado, pero compartimos nuestra comida.

A Nelly le pedían cigarrillos y ella siempre les daba.

Daniel habla en voz muy baja y sin la furia del hombre arrastrado por la tragedia. Pasa el mate y canta su juego como si su vida fuera otra.

Qué gano si hago justicia por mano propia.

Mientras habla mantiene la sonrisa. Sereno; ajeno a toda noción de venganza, incapaz del odio.

Qué gano yo si los llevan a la cárcel, que su familia sufra porque están presos. Y no, yo no quiero eso…

René, Romina, la familia amputada lo escucha y asiente.

Piensan en el sufrimiento del otro y las víctimas son ellos. ¿Habrán tomado consciencia real de la pérdida?

―¿Quién era Betty, Daniel?

Era mi mamá, una mujer luchadora…

Romina no da tiempo a contestar, pero se arrepiente y calla. Todos callan, como si ya hubieran dicho todo.

Y no, ahora Romina busca la aprobación en la mirada del padre y explica:

Nosotros sentimos que van a volver y que van a decir “Acá estamos”. Tenemos en la cabeza que se fueron de viaje. ¿Sabe por qué? Porque nosotros no nos podemos caer, porque si cae uno caemos todos.

No sonríen. Se prohibieron llorar. Cada uno resiste como puede.